La agencia de noticias Télam publica este lunes un informe en base a una investigación de FOPEA sobre trabajo infantil y explotación laboral, en especial de comunidades como la boliviana, para fabricar ladrillos.
Si bien el informe está focalizado en lo que ocurre en la provincia de Río Negro, en un abanico de personalidades y profesionales consultados sobre este fenómeno incluyeron a la secretario General del sindicato de los Ladrilleros (UOLRA), Luis Cáceres.
El gremialista asegura que unas 150.000 familias viven de la actividad ladrillera en el país: “La mayoría de los trabajadores no están registrados, no tienen obra social ni aportes jubilatorios. Hay trabajo esclavo y trabajo infantil. En algunas provincias, la mayoría de los trabajadores son de la comunidad boliviana, como por ejemplo, en Buenos Aires, Córdoba, Río Negro, Mendoza, una parte de San Luis y Santa Fe”.
A continuación la publicación textual del informe
Empleo informal, viviendas precarias y trabajo infantil detrás del sueño de progresar
En los últimos 20 años, cientos de familias llegadas de Bolivia se fueron instalando en Río Negro para elaborar ladrillos. Hombres, mujeres y niños viven y trabajan en campamentos. Informalidad laboral, precariedad habitacional y el explotación infantil en un sector que mueve 40 millones de pesos al año.
Diego Von Sprecher (*)
Juan lleva diez horas trabajando sin parar y en su rostro corren gotas que se transforman en barro cuando tocan la arcilla seca que se le pega en la frente. Sus manos y su cintura se mueven sin descanso. Tiene que cortar más de 1.000 ladrillos para que la jornada rinda y el esfuerzo se traduzca en algo más de 400 pesos. Su esposa, parada a tres metros de altura, apila en una hornalla miles de piezas. Cuando terminen de quemarse, quedarán listas para la venta. Su hijo, de casi 15 años, empuja una carretilla llena de barro.
Como esta familia, cuyos nombres han sido cambiados para proteger su identidad, otras cientas viven en los campamentos de Allen. Los ladrillos que se elaboran en esta localidad de 40 mil habitantes, ubicada en el Alto Valle de Río Negro, Argentina, son conocidos por su calidad en toda la Patagonia. Sin embargo, detrás de esta actividad, que ha tomado gran impulso en las últimas dos décadas, hay trabajadores explotados por una red de empleo no registrado que vulnera sus derechos.
Casi en su totalidad, los obreros que trabajan en la elaboración de ladrillos provienen de Bolivia y llegaron a la Argentina junto a sus familias con la esperanza de encontrar un empleo que les permita sobrevivir. En esa lógica de subsistencia, se convirtieron en el eslabón más débil de una cadena que mueve millones de pesos por temporada.
La producción
Según un estudio realizado por la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN) y el Consejo Federal de Inversiones (CFI), la producción ladrillera de Allen alcanzó un número de entre 16 y 24 millones de piezas en la temporada 2013-2014. Y la recaudación anual en venta de ladrillones (apenas más grandes que los ladrillos comunes) de Allen —contemplando una pérdida del 10% y sin contabilizar costos de materias primas ni laborales— superó los 42,5 millones de pesos.
El volumen de dinero que genera la actividad ladrillera constituye uno de los flujos económicos más importantes de la ciudad, pero se fuga por los canales de la informalidad. Según el área de Comercio de la Municipalidad de Allen, en la actualidad no existe ningún horno ladrillero con habilitación comercial. De los 120 hornos que se calcula que se encuentran en funcionamiento, apenas un 25% están inscriptos como monotributistas y solo unos pocos tienen la categoría de responsables inscriptos.
Un relevamiento que llevaron adelante los propios ladrilleros en el 2010 es el único dato de referencia que se conoce sobre la cantidad de personas que viven en Colonia 12 de Octubre, el campamento más grande de Allen. De acuerdo a lo relevado, había por entonces unos 5.000 habitantes y la actividad generaba 350 puestos de empleo. Ahora, se estima que la población ladrillera ha experimentado un decrecimiento porque el cambio de moneda en la Argentina dejó de convenirles a los obreros golondrina que llegan desde Bolivia.
Cada día, decenas de camiones ingresan a Colonia 12 de Octubre para comprar ladrillos. La carga es tan irregular como el resto de las actividades y es realizada por “changas” de nacionalidad argentina. Los camioneros “levantan” a los cargadores en el ingreso al campamento y les pagan 100 pesos por cada 1.000 ladrillos estibados. A corto o mediano plazo, se lee en el rostro de los cargadores el peso del trabajo, que termina provocando severas lesiones en la cintura y la columna. Muchas veces, se ven adolescentes acarreando los ladrillos desde las hornallas hasta los camiones.
En cada campamento, existe una zona de trabajo en la que están localizados los pisaderos (espacio en el que se arma la mezcla del barro para los ladrillos), las canchas (donde se cortan y se dejan secar los ladrillos) y las hornallas en las que se cocinan las piezas. Generalmente, las viviendas o habitaciones que ocupan los obreros están ubicadas en un extremo del campamento.
En la elaboración de los ladrillos, existen diferentes puestos de trabajo. Los cortadores, como su nombre lo indica, se encargan de cortar los ladrillos y son los más buscados por los propietarios de los hornos. Para que el corte rinda, estos obreros deben conjugar la técnica con la velocidad. El banquetero se encarga de trasladar los ladrillos que se secaron en la cancha hasta el lugar en el que se cocerán. Una labor, mayoritariamente a cargo de mujeres, es la de las apiladoras: ordenan las piezas de barro para construir las hornallas.
Los ladrillos se venden en los mismos campamentos. Hasta allí llegan transportistas que trasladan las piezas de barro hasta las obras, corralones o puntos de reventa. En los hornos, 1.000 ladrillones de primera calidad se consiguen a 3.500 pesos. Apenas se trasladan a los corralones de Allen, el precio se incrementa más de un 30 por ciento: 5.193 pesos las 1.000 piezas (precios a diciembre de 2016).
El rol del Estado
Como las familias viven y trabajan en el mismo espacio, la vulnerabilidad en la que se encuentran tiene varias dimensiones: sin trabajo formal, no tienen aportes a la obra social, a la ANSES, ni ART o seguro de vida. Por otro lado, todos deben colaborar para alcanzar la meta productiva: por eso, mujeres, adolescentes y niños se suman a las tareas. Por último, las viviendas suelen ser precarias, no tienen cloacas y están “colgadas” al tendido eléctrico.
“La mayoría de las personas son de nacionalidad boliviana, y hay muchos menores. Se visualizaron baños en estado precario y habitaciones cerradas con candados, lo que hace suponer que había gente que no podía obrar libremente en su vida. La situación de los menores también es compleja”, dijo la ex viceministra de Trabajo de la Nación, Noemí Rial, al referirse a una inspección que se hizo en Colonia 12 de Octubre durante el 2011. La cartera nacional aseguró en esa fecha que en la zona ladrillera de Allen había “trata de personas” y que se habían detectado casos de trabajo infantil.
Las inspecciones de los organismos de control en la zona ladrillera (Colonia 12 de Octubre y sector norte) han sido esporádicas, pero en cada operativo se hallaron serias irregularidades: principalmente, falta de registración de los trabajadores, además de precariedad en viviendas y sectores de sanitarios, según explica el delegado en Allen de la Secretaría provincial de Trabajo, Daniel Panero. Cuando los obreros advierten la presencia de inspectores, muchos huyen de los campamentos y se esconden detrás de las bardas o en algún lugar de difícil acceso. Lo mismo sucedió durante el desarrollo de esta investigación con un grupo de mujeres que, al ser fotografiadas trabajando en uno de los campamentos, se escondieron detrás de una pila de ladrillos, visiblemente asustadas, mientras señalaban al dueño del horno, que vigilaba a los obreros desde otro sector. Cabe aclarar que el trabajo femenino está prohibido en el contrato colectivo de ladrilleros.
Panero relata que son “contados” los casos en los que los obreros del ladrillo se animaron a denunciar las pésimas condiciones de trabajo. En una oportunidad —recuerda el funcionario—, una pareja de inmigrantes bolivianos acudió a la sede de Trabajo para denunciar que el propietario del campamento sólo les daba 50 pesos por semana para la comida. Pero cuando se activaron los mecanismos para avanzar con las acciones, desistieron de la presentación.
La Secretaría de Trabajo de Río Negro no realizó inspecciones en la zona ladrillera durante el 2015 y casi todo el 2016. En noviembre de este año, hizo un operativo de higiene y seguridad en Colonia 12 de Octubre. De acuerdo al organismo, no cuentan con los recursos necesarios para el control eficaz de un territorio tan extenso: 150 hectáreas, aproximadamente.
Las condiciones de precariedad de la mayoría de las viviendas que habitan los obreros del ladrillo son visibles. En el sector norte, viven hacinados en habitaciones que no cumplen ningún requisito de seguridad e higiene laboral.
En Colonia 12 de Octubre, que es el territorio ladrillero más extenso, acceden a los servicios en forma clandestina (se “cuelgan a la luz”, por ejemplo) y gran parte de los campamentos están ubicados sobre la traza de un gasoducto troncal de alta presión y debajo de una línea de alta tensión, con el riesgo que representa. En enero y julio del 2012, el gasoducto fue dañado por máquinas excavadoras que trabajan en la actividad ladrillera. El panorama fue crítico porque el caño tiene una presión de 25 kilos, es decir, 25 veces mayor a la que posee la red domiciliaria de gas.
Como los obreros del ladrillo son trabajadores no registrados, no tienen aportes al sistema de seguridad social y padecen la carencia general de los derechos y beneficios que prevé la normativa para los empleados. Al no contar con obra social, el Hospital Dr. Ernesto Accame de Allen se encarga de cubrir toda la demanda sanitaria de los trabajadores ladrilleros. En cuanto a la educación, los padres ven en la escuela la posibilidad de ascenso social, el camino para que sus hijos salgan de la vida sacrificada en los campamentos. Los niños van, en su gran mayoría, a la escuela primaria Nº 299, pero también a otros establecimientos de la ciudad.
Víctor Flores
Según Luis Cáceres, secretario general de la Unión Obrera Ladrillera de la República Argentina (UOLRA), unas 150.000 familias viven de la actividad ladrillera en el país: “La mayoría de los trabajadores no están registrados, no tienen obra social ni aportes jubilatorios. Hay trabajo esclavo y trabajo infantil. En algunas provincias, la mayoría de los trabajadores son de la comunidad boliviana, como por ejemplo, en Buenos Aires, Córdoba, Río Negro, Mendoza, una parte de San Luis y Santa Fe”.
Como apunta Cáceres, la vida en los hornos suele encubrir trabajo infantil (prohibido por la legislación argentina) y trabajo esclavo, con lo que se podría hablar de trata de personas, considerada un delito según la Ley 26.364 que pena la explotación de mayores y menores de edad. Hay dos situaciones —entre otras que describe la norma— en las que se considera que existe explotación, aplicables (de comprobarse) a la actividad ladrillera: “a) Cuando se redujere o mantuviere a una persona en condición de esclavitud o servidumbre o se la sometiere a prácticas análogas; b) Cuando se obligare a una persona a realizar trabajos o servicios forzados;”.
Por otra parte, la Ley 26.364 especifica que para que haya trata de personas debe haber clientes que se beneficien con la explotación. En este caso, se incluirían los patrones que manejan los hornos.
Explotación, personas en situación de vulnerabilidad, clientes: cuando se cumplen estos tres puntos, es correcto hablar de trata de personas. No es casual que esta tarea sea hecha por migrantes y por fuera del derecho laboral argentino, es la forma de fabricar productos a bajo costo. Por eso, la intervención del Estado es indispensable para indagar en qué contexto se desarrolla el trabajo en los hornos.
Trabajo infantil
Que los niños trabajen es visto por los horneros ladrilleros como una “cuestión cultural” y no como una situación de explotación infantil. En agosto del 2009, cuando en Allen se desató un debate sobre el tema, el ex vicecónsul boliviano, Juan Carlos Espinoza, reconoció la problemática, pero negó que hubieran existido casos de explotación. Dijo en su momento que los niños sólo “colaboran” en el trabajo diario con sus padres, ya que esa es una costumbre que traen arraigada desde Bolivia.
En la Argentina, la Ley 26.390, sancionada en el 2008, prohíbe el trabajo infantil y establece modalidades de protección del trabajo adolescente. Fija la edad mínima de admisión al empleo en los 16 años, prohibiendo el trabajo de las personas menores de esa edad en todas sus formas, exista o no relación de empleo contractual, y sea el empleo remunerado o no.
Ver a niños y adolescentes trabajando en los campamentos es frecuente. Para la Asociación de Ladrilleros Árbol Río Negro, que agrupa a los propietarios de los hornos de Colonia 12 de Octubre, la situación que se da con los menores es “cultural” y no de trabajo infantil. Víctor Flores, presidente de la entidad, dice: “Nosotros nunca los obligamos, es cultural. Nos hemos criado así, nuestros padres nos educaron así. Igual que la familia argentina le enseña a los chicos a manejar movilidad y salen con esa mentalidad. Muchas veces los chicos dicen que quieren aprender a manejar el tractor. Y cuando empiezan a manejar se entusiasman y ellos solos se van. Yo les digo a mis compañeros que les pueden enseñar un rato pero que no estén muchas horas trabajando”.
Hospital de Allen
Norma Mora, asistente social del Hospital Dr. Ernesto Accame, explica que “se reproduce el sistema social que tienen en su país de origen: fuerte patriarcado, rol prevalente del hombre, los niños a la par de la familia trabajando, sumados los adolescentes y los jóvenes”. Cuando el Estado quiere intervenir en esos contextos, encuentra dificultades, dice Panero, de la Secretaría Provincial de Trabajo, porque “es muy difícil hallar a los chicos trabajando, cuando ven llegar a la gente del organismo, se esconden o huyen para algún sector”.
Cáceres, secretario del sindicato de ladrilleros (UOLRA), apunta que las situaciones de trabajo infantil se dan tanto cuando hay un patrón que controla la producción, como en los emprendimientos autogestionados por las familias: “El horno está en la casa y los chicos se crían jugando al lado. Para esos chicos, el trabajo es algo natural, que tiene que ver con el lugar en el que viven”. Desde UOLRA, explica el delegado, proponen que el Estado cree parques ladrilleros, para separar el ámbito doméstico del laboral.
Lucas Manjon, jefe de investigaciones de la Fundación Alameda, considera que las prácticas culturales nunca pueden vulnerar derechos: “El respeto al derecho debe estar, incluso desde lo penal, porque si nos amparamos en ‘patrones culturales’, volvemos a la Edad Media. Para asegurar el cumplimiento de los derechos, dependés del Estado”.
Manjon conoce la estructura de trabajo en los hornos ladrilleros: hace dos años relevó lo que ocurre en Jesús María, Córdoba, donde se repite una estructura operativa muy parecida a la de Allen. “El sistema es cruel: es tan alto el objetivo de producción que deben alcanzar, que necesitan sumar el esfuerzo de los niños. Las familias, a veces, resignan los derechos de los chicos, en función de asegurar el despegue económico. Por otra parte, vienen de situaciones de gran vulnerabilidad en su país de origen, con lo cual, incluso situaciones irregulares de vivienda y trabajo las experimentan como un progreso”, explica.
“Para nosotros, es fundamental abordar los derechos laborales y los derechos de la niñez. No se puede dejar su cumplimiento sujeto al criterio individual o de un grupo, el marco legal que nos ampara en la Argentina debe estar asegurado para todos los habitantes”, concluye Manjon.
Niños en riesgo
La infancia en los hornos de ladrillos no es fácil. No existen espacios recreativos y los niños que viven allí están permanentemente expuestos a riesgos. Tractores, elevadores, camiones de gran porte y en pésimas condiciones mecánicas circulan a diario por sectores en donde los chicos también juegan.
En el 2008, un niño de un año y medio murió aplastado por un tractor. En el 2009, una beba de 18 meses se electrocutó por la precariedad de las instalaciones. Si bien la chiquita pudo ser reanimada en el hospital, los peligros que enfrentan niños pequeños sin la supervisión de adultos (porque están trabajando) pueden terminar en hechos trágicos: en el 2015, un nene de un año y diez meses cayó en una acequia y se ahogó.
En marzo del 2015, Carlitos, un niño de 5 años, estuvo al borde de la muerte. El nene se encontraba solo dentro de una vivienda cuando, de repente, se incendió la habitación en la que descansaba y las llamas lo acorralaron. Sufrió quemaduras en más de 80% del cuerpo y su cuadro fue crítico. Según explica Luis Novoa, agente sanitario del Hospital Dr. Ernesto Accame, el dueño del campamento dijo que el fuego se había desatado cuando el pequeño jugaba con fósforos, pero las pericias de bomberos determinaron que las llamas se iniciaron a causa de un cortocircuito, por la precariedad de las instalaciones eléctricas y la falta de medidas de seguridad.
Si bien los integrantes de la comunidad y muchos de los especialistas consultados reconocen que la presencia de niños en el trabajo es un patrón habitual en las familias bolivianas, los riesgos que supone para los chicos, tanto en su desarrollo personal como en su integridad física, demandan una intervención del Estado —en articulación con los responsables de los campamentos y los padres y las madres— para asegurar el pleno cumplimiento de los derechos de la niñez.
La versión original de esta investigación está disponible en www.investigacionesfopea.com. Este trabajo fue realizado por Diego Von Sprecher para el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA), como parte del proyecto La Otra Trama.
(*) Diego Von Sprecher es periodista del Diario Río Negro desde el 2008 y se desempeña como corresponsal de la Agencia Allen. Actualmente, cubre hechos locales y regionales. En los últimos años, ha escrito informes que despertaron el debate sobre un tema candente en el Alto Valle de Río Negro: la convivencia entre la fruticultura y el petróleo. Desde el 2002, es parte del equipo informativo de la FM Gabriela G., de Allen. En el 2015, ganó, junto al periodista Italo Pisani, el Premio FOPEA al Periodismo de Investigación, en la categoría Prensa Escrita Provincial, por la serie de notas “Los barones de la fruta”.