Siempre, pero siempre se puede. “Mientras respires, todo se puede, solo necesitas voluntad y un punto de llegada claro”, dicen palabras más palabras menos los libros de autoayuda. Christian Amarilla es una demostración acabada e irrefutable de que en la vida los verdaderos esfuerzos y sacrificios dan sus frutos.
Christian ya es famoso. Un simple, pero enorme gesto, lo sacaron de su anonimato y hoy es una especie de faro en medio de una sociedad con valores muy deteriorados, perdida en medio de una crisis que paraliza y fomenta culturas del no trabajo, no estudio, no progreso.
Christian Amarilla, no es un prócer ni un candidato al Premio Nobel, es una demostración de lo que se debe hacer, de lo correcto.
Hace un par de meses se graduó como Licenciado en Química, en Bahía Blanca y días después escribió una emotiva carta que se viralizó en todas las redes sociales y después en los medios masivos de comunicación.
A sus 26 años logró ese título, con el que solo quería devolver a sus padres el esfuerzo invertido. El 20 de mayo Christian Amarilla escribió esa misiva sólo porque tenía la necesidad de hacerlo y quería contar quién era en verdad.
Estuvo ocho años cursando la carrera e involucrándose en la gestión de la universidad pero sentía que no se había abierto, que su historia no había sido contada. El escrito tenía carácter privado y fue difundido en el ámbito académico a través del centro de estudiantes. Se había recibido once días antes.
Una amiga, conmovida, le preguntó si la habilitaba a difundirla por las redes sociales. Y su dedicatoria, sin haber sido concebida para tal fin, comenzó su proceso de viralización.
Christian Amarilla es el joven de 26 años que redactó la carta, es hijo de Cecilio y Marta, es hincha de Boca, es ahora licenciado en química y es la bolsa de pan con mermelada que le daban las porteras de la escuela para que se llevara a su casa. Su escrito es una recopilación de recuerdos emotivos: rememora sus meriendas regaladas, sus botines de fútbol para jugar al básquet, su ropa prestada, su viaje de egresados, su piel oscura, la bicicleta, la hernia y los calambres de su viejo, el manjar de arroz blanco, la beca, las uñas, el daño. «Para hoy ser ‘licenciado’, primero tuve que ser todas las otras cosas», advirtió.
Vive en Ingeniero White, una localidad al sur de Bahía Blanca, en un humilde hogar con dos de sus cinco hermanos. En 2010 terminó la secundaria en la Escuela de Educación Técnica N°1 Ara General Belgrano. Al año siguiente, se inscribió en la Universidad Nacional del Sur para seguir la licenciatura en química. La completó durante ocho años, cuando el plazo estimado suele ser en cinco. «Creo que la hice en el mejor tiempo que estaba a mi alcance», expresó.
Se postuló para recibir una beca que otorga la Fundación Cecilia Grierson y que financia la Compañía Mega. Se presentaron treinta jóvenes y él resultó ser uno de los cinco ganadores de un programa de beneficio estudiantil en procura de promover la promoción de graduados en química.
Firmó un contrato por rendimiento en el que la organización fiscalizaba y fomentaba su estudio, regido por una suerte de normas (ejemplo: 80% de las materias promocionadas por año) que servían más como incentivo que como filtro de exclusión. Le pagaron para que estudiara en una universidad pública: le pagaron para que se abocara al estudio y no a trabajos que consuman su productividad.
Se involucró, inmediatamente, en causas sociales. Escaló hasta la vicepresidencia del Centro de Estudiantes de Química e Ingeniería Química del que formó parte de 2013 hasta el año pasado, donde administraban una sala de estudios dentro del establecimiento con provisiones e insumos gratis y desde donde emprendían jornadas solidarias en barrios carenciados.
Integró el consejo superior durante dos años, un órgano que atendía temas de resolución rápida del alumnado y se coronó en el cargo de asambleísta electo, el máximo organismo de la Universidad nutrido por 72 docentes, auxiliares y estudiantes.
«Desde muy chico sentía que la sociedad me estaba ayudando un montón y lo único que tenía para devolverle era mi tiempo», expresó.
Marta era desempleada. Cecilio, su padre, trabajaba de sereno: cuidaba un galpón y le pagaban en efectivo. Recorría más de 35 kilómetros en bicicleta. Por la tarde, se iba a un cementerio a limpiar y a hacer seguridad. Dormía cinco horas por día. Christian lo cuenta y su voz comienza a estremecerse: «Esos primeros años fueron difíciles. Vivíamos el día a día, costaba mucho. Comíamos una sola vez al día y después era alimentarnos con té. Eso duró varios años hasta que mi viejo consiguió trabajo en una cooperativa. Si bien no era mucha plata, pudo descansar un poco».
Los dolores de espalda, la hernia de disco y los calambres frecuentes son los síntomas del esfuerzo de Cecilio. Christian los nombra en su carta. Sus padres no aceptaban el dinero de la beca que él invertía en su casa. Colaboraba en los servicios básicos, pero necesitaba cubrir sus gastos diarios de cursada: precisaba de crédito para los viáticos, para las fotocopias y para almorzar en la universidad, donde pasaba -entre clases, estudio y actividades sociales- cerca de once horas por día.
«Todo el tiempo pensaba en dejar -dijo Christian-. Todo el tiempo pensaba en ayudar a mi familia. Me daba mucho miedo que el esfuerzo y el tiempo que le estaban metiendo mis viejos yo no pueda capitalizarlo y que haya sido todo en vano. Creo que si dejaba, ellos me mataban. Porque mi sueño era su sueño».
Christian, el primero de su familia en estudiar una carrera universitaria, explicó que el respaldo se convirtió en el compromiso de recibirse para devolverle la dedicación de años: «A 17 kilómetros de la sede de la universidad, en los cincuenta minutos que tenía de viaje, cada vez que volvía a casa soñaba con verlos ahí escuchándome dar la tesina».
La tesina la presentó el lunes 6 de mayo. Hizo la defensa oral el jueves siguiente. Ese día se recibió de licenciado en química en la Universidad Nacional del Sur. «Somos todos muy maricones acá. Apenas terminé de dar la tesina me quebré. Mis viejos me pegaron un gran abrazo y lloramos todos. Todavía seguimos conmovidos».
Con la voz entrecortada, expresó su gratificación: «Quiero devolverles todo lo que hicieron por mí. Sé que el título no me hace mejor ni más grande, pero representa por lo menos mi satisfacción de que ellos se pueden sentir orgullosos por tener un hijo recibido. Yo lagrimeaba todo el tiempo: quería convertirme en algo para mi familia. Por eso digo que mi título es más de ellos que mío».
Christian aplicó para una beca doctoral. En los próximos días recibirá la aprobación -o no- de la comisión científica por su postulación para doctorarse como químico. Quiere seguir perfeccionándose, no teme los recortes de presupuesto en el ámbito científico y sueña con dedicarse a la investigación.
Fuente Iprofesional – Télam – Infobae